lunes, 20 de agosto de 2012

Una biografía desmonta el mito de Goebbels


El libro le define como un perfecto publicista de sí mismo

El historiador Peter Longerich descubre que los actos del ministro nazi de Propaganda estaban movidos por un trastorno narcisista de la personalidad

Joseph Goebbels es tenido por el genio de la propaganda nazi. Sin embargo, los historiadores tendrán que revisar esta leyenda. El libidinoso y cruel ministro de Propaganda del III Reich padecía un trastorno narcisista de la personalidad que le movía a buscar de modo enfermizo el reconocimiento y el aplauso en los demás. Goebbels (1897-1945) encontró en Hitler la persona que compensaba todos sus complejos y carencias. Su devoción por el Führer era tal que hasta su matrimonio con Magda Quandt fue un apaño de Hitler, que concertó las condiciones de la unión y que estuvo enamorado de la mujer de su subordinado. No es extraño que Goebbels decidiera unir su suerte con la de Hitler suicidándose un día después que su idolatrado guía. Ni Heinrich Himmler ni Martin Bormann optaron por quitarse la vida. Goebbels sí. Después de que su mujer asesinara a sus seis hijos con un somnífero, Magda y el dirigente nazi siguieron el camino trazado por Adolf Hitler. Ninguno podía rebelarse contra su redentor.

Peter Longerich, profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Londres, desmonta el mito de Goebbels y ajusta cuentas con uno de los mayores antisemitas de la historia. Joseph Goebbels, obsesionado por anotar en su diario hasta el detalle más nimio, aparece en la biografía del historiador como un hombre que vivía obsesionado con obtener el plácet de Hitler. Un hombre que se desvivía por cosechar el elogio de la autoridad suprema, a la que poco menos que divinizó, carecía de la autonomía e intrepidez necesarias para ser resolutivo. De hecho, Goebbels se topo con decisiones muy relevantes de la que ni siquiera fue informado. Hitler sabía de sobra la dependencia patológica de Goebbels y se aprovechó de ella. Ese papel secundario del ministro de Propaganda se mantuvo con la guerra, circunstancia que obligó al dirigente del Tercer Reich a competir por el favor del Führer. Con él departía cada cuatro o cinco semanas, lo que le hizo caer en el error de que era su hombre de confianza. Longerich, cuya biografía publica en España la editorial RBA, está persuadido de que el mayor interesado en explotar esta deformación de la personalidad fue el propio Hitler. No en vano, los desaires del canciller alemán atormentaban a Goebbels y su mujer, a quienes dolía hasta el escarnio de no ser invitados a cenar con la autoridad suprema.

Longerich se ha dejado la vista escrutando los diarios del ministro de Propaganda y traza un relato nada halagador del jerarca nazi. Su catadura moral era abominable. Pese a su poquedad física, era un hombre promiscuo que anotaba con paciencia de escribano sus conquistas sexuales.

Un parado más

En 1923 Joseph Goebbels era un parado más en las ruinosa República de Weimar. El Banco de Colonia le había despedido, lo que hizo abrigar un odio contra los financieros. En este clima de crisis y decepción, el protagonista de esta documentadísima biografía echa de menos una "mano fuerte" que saque a Alemania de su postración. Y halla en Hitler, que acaba de perpetrar un fallido golpe de Estado, la encarnación de todas sus ilusiones. Cuando el 12 de julio de 1924 contempla por primera vez a Hitler no puede reprimir el llanto. "Por este hombre estoy dispuesto a hacer cualquier cosa", dijo arrobado.

Sorprende que un hombre tan poco agraciado como Goebbels -media poco más de metro y medio y padecía una pronunciada cojera- ensalzara con ardor la superioridad de la raza aria.

Para Longerich, Goebbels fue ante todo un soberbio publicista de sí mismo. Eso no le exculpa de las de las atrocidades e ignominias consumadas por el Tercer Reich. No hay indulgencia con un fanático consumado, predicador de la violencia y activo instigador de la persecución a los judíos, tanto en su papel de líder del partido como de ministro de Propaganda.

Aun siendo una figura sobrevalorada, nadie le quita a Goebbels su protagonismo en el manejo de la psicología de masas. Precursor de la manipulación del inconsciente colectivo, supo obtener de los alemanes la respuesta apetecida mediante la difusión de un mensaje sencillo.

Tras leer detenidamente miles de páginas de ese grafómano compulsivo que fue Goebbels, el historiador echa en falta un ideario claro, una visión política de conjunto que sirva para el diseño de una sociedad. En su ánimo parece prevalecer la idea de agradar a toda costa Hitler y perpetuarse en el régimen que edificar una aspiración política ambiciosa.

Del exhaustivo estudio se deduce ante todo la atormentada personalidad de Goebbels. Se refería a sí mismo con la palabra "ekelhaft", esto es, repugnante. Físicamente era un hombre mermado en sus condiciones físicas. Con tan solo cuatro años padeció una osteomielitis que le atrofió la pierna derecha. Su pie deforme le obligaba a usar un calzado ortopédico. Se puede decir que se resarció de su minusvalía con una infinita sed de poder.

La relación entre el matrimonio Goebbels con Hitler era por encima de todas las cosas perversa. Según Longerich, Hitler estaba enamorado de Magda y urdió un casamiento que le permitía figurar de facto como un miembro más de la familia. No en vano, el Führer se arrogó el privilegio de pasar tardes enteras y hasta días con Magda Quandt a solas, sin la presencia impertinente de su esposo. Cómo no, Goebbels da cuenta en sus diarios de estos extraños encuentros y en sus anotaciones subyace, en medio de la más estricta obediencia, un sentimiento de tristeza.

Su pretendido éxito con las mujeres no era más que el ejercicio de su poder de dominación sobre actrices cuyas carreras dependían de un ministro que movía los hilos.

¿Qué hubiera ocurrido de no haberse suicidado? Probablemente el tribunal de Nuremberg hubiera sido inmisericorde con él.


Libros infinitos


Las novelas que hablan de otras ganan adeptos y se convierten en una tendencia editorial pujante


Un libro puede contener un número infinito de libros. Hay páginas que remiten a otras muchas páginas, y biografías que no se pueden explicar sin lo que escribieron otros. Causalidad o no, los catálogos de las editoriales ofrecen en este momento un nutrido grupo de títulos que tienen a los libros como protagonistas.

Los libros que hablan de libros son tan viejos como la lectura. Cervantes concibió 'El Quijote' como una invectiva contra las novelas de caballerías. Ray Bradbury, cuando gestó 'Fahrenheit 451', se proponía representar una pesadilla: un mundo en el que la lectura estuviera proscrita. Como fruto de esta censura devastadora nacen los hombres-libro, personas que consagran su vida a aprender de memoria una obra para salvarla del olvido.

No hay que remitirse, sin embargo, a tantos años atrás. Los editores de Periférica son especialmente aficionados a alumbrar títulos en los que el libro es un personaje más. En 'Una biblioteca de verano', de Mary Ann Clark Bremer, los escritores Marcel Proust, Daniel Defoe o Paul Valéry son tan relevantes como las peripecias de la trama. Todo comienza cuando una muchacha se hace responsable del funcionamiento de una biblioteca de un pequeño pueblo de Francia. Esta circunstancia permitirá a la joven meditar sobre el valor de la lectura e instruir a los usuarios de la biblioteca acerca de los títulos más recomendables para ellos. Esta novela retrata muchos aspectos de la vida real de su autora, cuyos padres murieron al final de la Segunda Guerra Mundial en un ataque al buque donde viajaban, y en el que también resultó herida la escritora.

De la misma editorial es 'La librería ambulante', de Christopher Morley, un autor que despierta la sonrisa contando las vicisitudes de Helen McGill, una mujer que decide acabar con su vida aburrida para lanzarse a vender libros por los tortuosos caminos de EE UU. Se trata de una novela deliciosa, que retrotrae a esos libros de aventuras de Mark Twain preñados de candidez y situaciones cómicas.

Hay libros que en vez de merecer la adoración se encuentran con la trituradora. Es lo que ocurre con 'Una soledad demasiada ruidosa' (Galaxia Gutenberg), de Bohumil Hrabal. La novela narra las peripecias de Hanta, un hombre que se gana la vida destruyendo libros y reproducciones de cuadros. En sus paseos por Praga, repasa su vida a la vez que medita sobre las enseñanzas de los grandes maestros: Lao Tse, Nietzsche, Hegel o Kant. El autor de esta novela hace un ejercicio de observación costumbrista y despliega una voz poética que confiere mucha intensidad al relato. Muchos de los libros de Hrabal, como 'Trenes rigurosamente vigilados', han sido llevados al cine.

Y llegan los espíritus

En clave y tono totalmente distintos está escrita 'La librería de las nuevas oportunidades' (Lumen), una historia de Anjali Banerjee que cuenta la vicisitudes de Jasmine, quien por diversos azares se ve obligada a dirigir una tienda de libros poblada de espíritus. No en balde, los volúmenes cobran vida propia y los escritores muertos susurran a Jasmine de forma obstinada.

Y nuevo cambio de tercio. 'Los libros son tímidos', de la italiana Giulia Alberico, es un bello texto sobre los títulos que han acompañado a esta mujer de niña y adolescente como auténticos compañeros de viaje. Cada novela, cada poemario, es para la autora una revelación, un acontecimiento que deja su huella en esta lectora voraz, para quien la literatura es tan buena compañera como lo puede ser una persona.

Todos los libros de que se habla aquí son especialmente queridos por los libreros. Quizá porque muchos hablan de su oficio, de la vecindad y la compañía que procuran el papel y la tinta. Un título que goza desde hace años de la predilección de este gremio es '84, Charing Cross Road', de Helene Hanff. La protagonista, Helen, es una escritora que vive en Manhattan rodeada de pilas de libros y ceniceros colmados. Mantiene un intercambio epistolar con Frank Doel, el librero de Marks & Co., un inglés que la provee de ediciones descatalogadas y tesoros de bibliófilo. Al cabo de 20 años los dos corresponsales continúan escribiéndose y lo que empezó con un trato familiar deviene un tono íntimo.

Con no menos sutileza, Penelope Fitzgerald escribió en 1978 'La librería' (Impedimenta), una novela que entonces pasó inadvertida y que con los años ha ido ganando en reconocimientos. Cuando Florence Green decide abrir una tienda de libros en un pueblo remoto azotado por los vientos del mar del Norte no sabía de la soterrada resistencia que iba a concitar su empeño entre los vecinos. Sobre todo si en ese empeño está el vender 'Lolita', de Nabokov. Fitzgerald, escritora tardía, demuestra que hay fuerzas ocultas e invisibles capaces de aniquilar los sueños más hermosos.