viernes, 22 de enero de 2021

La clase de historia

Iturrioz tenía un aire de maestro antiguo, una estampa de aristócrata italiano con bigotes de puntas retorcidas y enceradas. Era nuestro profesor de Historia Contemporánea. Jamás se sentaba. Con su aire marcial que evocaba la cara de Bismarck, recorría el pasillo a grandes zancadas mientras  daba la clase. De él se contaban muchas leyendas, que si estaba divorciado de una millonaria a quien en una escena de celos le rajó un picasso de arriba abajo, que si se había criado con una institutriz alemana, que si era cocainómano. Lo único cierto es que le perdían sus alumnas. Cuando avizoraba una presa, olvidaba el hilo de lo que estaba contando, enarcaba una ceja, el ojo izquierdo desorbitado, quieto como un pasmarote delante de la víctima. Si tocaba Iturrioz nos sacudíamos la indolencia y tomábamos apuntes como locos. Al terminar sus clases me dolía la muñeca. Con Iturrioz, uno de los pocos profesores que valía la pena escuchar, veías a los ‘sans-cullottes’ tomando la Bastilla. Un día, para darme un respiro por la tralla de las notas tomadas a mano, levanté la cabeza del papel y lo que vi no me gustó nada. Carmen, mi mejor amiga, se mordía las uñas y no tomaba apuntes; tenía la mirada absorta en las evoluciones de Iturrioz, en sus caminatas por los pasillos que conformaban los pupitres alienados. A Carmen, de la que estaba enamorado, le brillaban los ojos, y no por mí. Sentí una punzada de celos.

 

¿Por qué le miraba con esos ojos embebidos de éxtasis? En ese momento Iturrioz hablaba de milicianos que habían cortado no sé qué calle y de vidrios rotos, ventanas descuajaringadas  y cadáveres despanzurrados por la explosión de  una bomba. El aire espeso de polvo y sangre se posaba sobre las carrocerías torturadas de camiones y esparcía el sonido estridente de las sirenas de las ambulancias. Carmen prestaba tanta atención que me pareció ver en sus pupilas el desfile de  la flor carnívora de los cuerpos quemados. Miembros amputados y torsos reventados por  la metralla se sucedían en una procesión incesante. Los balcones destrozados y el abismo abierto  dibujaban costurones en el cemento. Ciudad de héroes, aventureros, bandidos y revolucionarios, Madrid supuraba terror.

 

Iturrioz se detuvo. Tomó aire, se atusó sus bigotes bismarckianos y con un deje de afectación se recompuso el nudo de la corbata. Parecía un prócer sin estatua. Visto así, tenía un aspecto ridículo. Hasta creí intuir el olor acre de trazas de ginebra en su ropa. Sé que por aquellos días trabajaba en una investigación sobre prensa y propaganda en los inicios de la Guerra Civil, me lo imaginé sentado a la mesa haciendo pasar las páginas de los diarios de los años treinta y tomando notas con su estilográfica. ¿Qué iba a utilizar si no un tipo obsesionado por aparentar distinción?

 

Le hablé a Carmen de la vana impostura de Iturrioz, de su insoportable vanidad y se enfadó conmigo. Me dijo que los mediocres no podíamos soportar a ver un hombre tan elegante, libre e inteligente. A la luz sucia de los grandes ventanales, Carmen se remecía en su propia trepidación. Tardaba en llegar el agua caliente a los radiadores, de modo que vivíamos en un escalofrío continuo. Ante mis ojos, la figura aristocrática de Iturrioz se fue diluyendo. Sus bigotes, antes encerados,  se mostraban alicaídos. Había perdido toda su prestancia, su andar vigoroso se había esfumado y arrastraba los pies agotado, cabizbajo y vencido. Iba andando en fila india detrás de una anciana vestida de negro; un hombre al que transportaban en angarillas, demacrado, con los terrones pálidos del camino pegados al rostro, y una recua de niños famélicos. Iturrioz trastabillaba y enseguida se erguía para recobrar la compostura perdida. Se apoyaba en una mujer a la que enlazaba con su brazo por los hombros, y entonces reconocí, en su frío prehistórico y su caminar errático, la silueta de Carmen, exhausta e insomne, camino de la frontera.