Iturrioz
tenía un aire de maestro antiguo, una estampa de aristócrata italiano con
bigotes de puntas retorcidas y enceradas. Era nuestro profesor de Historia
Contemporánea. Jamás se sentaba. Con su aire marcial que evocaba la cara de
Bismarck, recorría el pasillo a grandes zancadas mientras daba la clase. De él se contaban muchas
leyendas, que si estaba divorciado de una millonaria a quien en una escena de
celos le rajó un picasso de arriba abajo, que si se había criado con una
institutriz alemana, que si era cocainómano. Lo único cierto es que le perdían
sus alumnas. Cuando avizoraba una presa, olvidaba el hilo de lo que estaba
contando, enarcaba una ceja, el ojo izquierdo desorbitado, quieto como un
pasmarote delante de la víctima. Si tocaba Iturrioz nos sacudíamos la
indolencia y tomábamos apuntes como locos. Al terminar sus clases me dolía la
muñeca. Con Iturrioz, uno de los pocos profesores que valía la pena escuchar,
veías a los ‘sans-cullottes’ tomando la Bastilla. Un día, para darme un respiro
por la tralla de las notas tomadas a mano, levanté la cabeza del papel y lo que
vi no me gustó nada. Carmen, mi mejor amiga, se mordía las uñas y no tomaba
apuntes; tenía la mirada absorta en las evoluciones de Iturrioz, en sus
caminatas por los pasillos que conformaban los pupitres alienados. A Carmen, de
la que estaba enamorado, le brillaban los ojos, y no por mí. Sentí una punzada
de celos.
¿Por
qué le miraba con esos ojos embebidos de éxtasis? En ese momento Iturrioz
hablaba de milicianos que habían cortado no sé qué calle y de vidrios rotos,
ventanas descuajaringadas y cadáveres
despanzurrados por la explosión de una
bomba. El aire espeso de polvo y sangre se posaba sobre las carrocerías
torturadas de camiones y esparcía el sonido estridente de las sirenas de las
ambulancias. Carmen prestaba tanta atención que me pareció ver en sus pupilas
el desfile de la flor carnívora de los
cuerpos quemados. Miembros amputados y torsos reventados por la metralla se sucedían en una procesión
incesante. Los balcones destrozados y el abismo abierto dibujaban costurones en el cemento. Ciudad de
héroes, aventureros, bandidos y revolucionarios, Madrid supuraba terror.
Iturrioz
se detuvo. Tomó aire, se atusó sus bigotes bismarckianos y con un deje de
afectación se recompuso el nudo de la corbata. Parecía un prócer sin estatua.
Visto así, tenía un aspecto ridículo. Hasta creí intuir el olor acre de trazas
de ginebra en su ropa. Sé que por aquellos días trabajaba en una investigación
sobre prensa y propaganda en los inicios de la Guerra Civil, me lo imaginé
sentado a la mesa haciendo pasar las páginas de los diarios de los años treinta
y tomando notas con su estilográfica. ¿Qué iba a utilizar si no un tipo
obsesionado por aparentar distinción?
Le
hablé a Carmen de la vana impostura de Iturrioz, de su insoportable vanidad y
se enfadó conmigo. Me dijo que los mediocres no podíamos soportar a ver un
hombre tan elegante, libre e inteligente. A la luz sucia de los grandes
ventanales, Carmen se remecía en su propia trepidación. Tardaba en llegar el
agua caliente a los radiadores, de modo que vivíamos en un escalofrío continuo.
Ante mis ojos, la figura aristocrática de Iturrioz se fue diluyendo. Sus
bigotes, antes encerados, se mostraban
alicaídos. Había perdido toda su prestancia, su andar vigoroso se había
esfumado y arrastraba los pies agotado, cabizbajo y vencido. Iba andando en
fila india detrás de una anciana vestida de negro; un hombre al que
transportaban en angarillas, demacrado, con los terrones pálidos del camino
pegados al rostro, y una recua de niños famélicos. Iturrioz trastabillaba y
enseguida se erguía para recobrar la compostura perdida. Se apoyaba en una
mujer a la que enlazaba con su brazo por los hombros, y entonces reconocí, en
su frío prehistórico y su caminar errático, la silueta de Carmen, exhausta e
insomne, camino de la frontera.